Un día me contaba Jan Urban que la generación de oro del fútbol polaco reforzó la autoestima de un país dolorido por las sucesivas invasiones y sujeto como pocos a un catolicismo inquebrantable. Campeones Olímpicos en Munich’72 y terceros en la Copa del Mundo de Alemania’74. Junto a Holanda, la selección más agradable del campeonato. Un regalo para la vista. Fueron como la Hungría del 54: amor a primera vista por aclamación popular, pero sin corona.
Górski apadrinó un equipo legendario. Capaz de doblegar al campeón de la época, Brasil, en la pelea por el bronce. La imagen de Lato, pelo alborotado y frente despejada, corriendo hacia el pódium, ilustra otra época: compleja, llena de secretos y mucho hermetismo. Eran tiempos en que difícilmente podía emigrar un deportista polaco al extranjero con menos de 28 años. El telón de acero escondía equipos imponentes, tutelados por el régimen de turno. Legia Varsovia, Widzew Lodz, Lech Poznan, Gornik Zabrze… eran equipos que contaban en el Viejo Continente. Competían y bien en la Copa de Europa.
Cómo sería el fútbol en los albores de los ochenta que, cuando el gobierno polaco dejó salir por fin a los futbolistas ilustres, estos tomaron acomodo en clubs de lo más variopintos. Lato se marchó al Lokeren belga, formando pareja con el ariete danés Elkjaer Larsen, algo que hoy sería impensable. Szarmach, el otro gran goleador polaco, ficharía por el Auxerre, recién ascendido a la Primera división francesa.
Polonia suspiraba por sus grandes futbolistas, que consiguieron una mezcla preciosa con la siguiente generación (Smolarek, Buncol, Jalocha, Boniek…); veneraba a sus alpinistas de talla mundial (Kukuczka, Wielicki…) y a Karol Wojtyla, el Papa de la época. Los héroes polacos transitaban entre las cumbres del Himalaya en pleno invierno y los campos de España el verano de 1982 al grito de “Solidarnosc”. La figura del legendario sindicalista Lech Walesa anunciaba tiempos de cambio. Los astilleros de Gdansk marcaron el camino .
Marchábamos por Leipzig y dos eslavos con zamarra amarilla saludaban al sol. Daban gracias a Oleg Blokhin, mito del fútbol ucraniano; el hombre que clasificó por primera vez a Ucrania para disputar la fase final de un Mundial. Porque, anteriormente, aquella ex-república soviética había ganado mucho, imbuído de otra zamarra. La imponente piel de acero que venía marcada con cuatro letras: CCCP. De la mano del patriarta Valery Lobanovski, Ucrania surtió de sus mejores futbolistas a la antigua Unión Soviética. Aquellas Recopas del Dinamo Kiev pasaron a los anales de la historia. Y el oro Olímpico en Seúl’88, con el extarordinario equipo de Kiev como luz de dinamo ante la selección brasileña comandada por Romario.
Se resquebrajaba el imperio, con el desastre de Chernobyl en pleno tránsito a la independencia; y un nuevo orden político, económico, social y futbolístico. Aquellos eslavos que adulaban a Blokhin enseguida se acordaron de su maestro, cuando comenzamos a hablar de las viejas conquistas. Lobanovski es el gran referente.
Historias de un continente viejo que cambia de contenido para dar paso a un Nuevo Continente: abierto, global, donde todo cambia tan rápido que nada extraña. Asistimos a una Eurocopa detrás del antiguo telón, al este del fútbol, con un paisaje impensable en los tiempos gloriosos del fútbol polaco y soviético. Con futbolistas de origen polaco jugando con Alemania, que comparten elástica con hijos de turcos, ghaneses o españoles; futbolistas de origen africano defendiendo el pabellón italiano; franceses en las filas polacas; un brasileño en la punta de Croacia; un costamarfileño en la zaga danesa; un delantero de origen bosnio-croata en Suecia… El mundo viaja al son de la pelota, de forma vertiginosa, y mezclan los colores a ras de hierba, formando un nuevo continente.
Naxari Altuna (periodista) @naxaltuna