En la víspera del partido inaugural aterrizamos en Oporto. A un lado Vilanova do Gaia, con su bodegas y barcazas de otro tiempo. En el otro costado asomaban hinchas helenos orgullosos de tomar parte en la Eurocopa 2004. Por allí andaba Angelos, un profesor griego empleado en Sudáfrica, que había surcado un continente eterno para alentar a su selección. “¿Imaginas ganar la Eurocopa?”, le dije. Su respuesta, por imposible, parecía intrascendente: “si ganamos la Eurocopa vuelvo a casa nadando”. De hecho, Grecia, junto a Letonia, eran las selecciones con menos opciones en las apuestas. Nadie daba un duro por los helenos. Imposible.
El día de la final Lisboa volvía a ser un hervidero. Era impensable que Portugal no ganara la Eurocopa. Jugaba en casa, contaba con mejores futbolistas: con Luis Figo y Rui Costa a la cabeza, y un incipiente Cristiano Ronaldo. Además tenían a Ricardo, el portero talismán. Grecia había derrotado al anfitrión en el primer partido y no podía ser que repitiera faena. Cómo.
Aquella mañana se montó un revuelo monumental en el hotel de la expedición griega. Habían volado miles de aficionados desde Atenas, con la promesa de tener una entrada asegurada, y cuando llegaron a la puerta de la concentración se dieron de bruces con la triste realidad. Alguien les había engañado. Hubo conato de revuelta en la puerta de entrada. Hasta el punto de tener que suspender la entrevista que teníamos concertada con la Ministra de Cultura de Grecia. ¡Vaya caos!
Por allí andaban impasibles Giorgios Karagounis y compañía. Aquello no parecía sorprenderles. Ellos demostraron todo lo contrario sobre el campo. Nada de improvisar: organización, rigor táctico, ayudas, contragolpe y estrategia. Con Angelos Charisteas a la cabeza. ¡Los dioses deben de estar locos!, pensó alguno al final del partido definitivo. Grecia lo volvió a hacer: Hellas!!!
Ocho años después los helenos no dejan de sorprender: con el país desahuciado, sumido en el caos; con Alemania y su Canciller dando voces; con la Plaza Syntagma en pie de guerra; el Acrópolis en ruinas; y la selección a salto de mata. Otra vez arranca contra la selección anfitriona: Polonia. Grecia encaja pronto y se queda con diez. Los síntomas son de desastre. De repente neutraliza la ventaja, tiene un penalti a favor para ganar, pero no convierte su capitán, Karagounis, uno de los supervivientes de la proeza helena en 2004. Luego pierden contra la República checa. Y cuando peor pintaba, en vísperas de los comicios más pesimistas, se cargan a Rusia con un gol del anteriormente desafortunado Karagounis: ¡Zorba, el Griego!.
Llegados a este punto, aquella gesta en Portugal y el hecho de que Theodoros Zagorakis fuera considerado mejor futbolista del certamen, pueden convertirse en una broma si ahora son capaces de eliminar a Alemania. Esa mirada pícara de Salpingidis, esa estampa de Atila Samaras, la grinta del eterno Karagounis… Nadie se aventura a decir que volvería a casa nadando. Por la cuenta que le trae. Aquellas miradas curiosas que descansaban en la acera parecían ingenuas. Porque nadie contaba con ellos. Era imposible.
Naxari Altuna (periodista) @naxaltuna