Ivica Osim (bosnio) tomó la palabra. A su derecha, Miljan Miljanic, toda una institución. Con la voz sobrecogida por la decepción, el seleccionador que había llevado a Yugoslavia hasta los cuartos de final del Mundial italiano expresaba su sentimiento ante la decisión de Naciones Unidas: el fútbol yugoslavo quedaba bloqueado, sin poder participar en la fase final de la Eurocopa en Suecia (1992). La guerra de los Balcanes ponía en cuarentena, probablemente, a la mejor generación plavi que se recordaba. No había posibilidad de reconsiderar el dictamen.
Unos meses antes, en medio de las disputas, la federación de las seis repúblicas (Serbia, Montenegro, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Eslovenia, Macedonia) y las dos regiones autónomas (Kosovo y Vojvodina), con cinco idiomas oficiales, veía cómo la selección que aglutinaba al conglomerado se metía entre las ocho mejores de Europa. El equipo era una mezcla de veteranos con mucho vuelo y la generación campeona del mundo sub’20 en Chile, cinco años antes.
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En la víspera del partido inaugural aterrizamos en Oporto. A un lado Vilanova do Gaia, con su bodegas y barcazas de otro tiempo. En el otro costado asomaban hinchas helenos orgullosos de tomar parte en la Eurocopa 2004. Por allí andaba Angelos, un profesor griego empleado en Sudáfrica, que había surcado un continente eterno para alentar a su selección. “¿Imaginas ganar la Eurocopa?”, le dije. Su respuesta, por imposible, parecía intrascendente: “si ganamos la Eurocopa vuelvo a casa nadando”. De hecho, Grecia, junto a Letonia, eran las selecciones con menos opciones en las apuestas. Nadie daba un duro por los helenos. Imposible.
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El abrazo entre aquel goleador simpar (Balón de Oro en 1975), ahora convertido en seleccionador, y el capitán del combinado nacional, Andrei Shevchenko (Balón de Oro en 2004) al final del primer encuentro de la Eurocopa fue una especie de tributo al gran maestro. Él, sin embargo, seguía en su sitio, impertérrito, con su mirada imponente. El alborozó final le pertenecía, en buena medida.
El balón es un elemento altamente democrático en cualquiera de sus formas: pelota de trapo, plástico, goma, espuma, cuero o sintético. Sirve de unión, como si fuera una junta; y cuando la cosa fluye en torno a su figura, la imaginación rueda sin límites.
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Muchos no lo hicieron, y en el caso de aquella Francia, la mayoría desapareció del mapa futbolístico. Pero Samir, Hatem, Karim y Jérémy no. Éste último fue el goleador del combinado galo, un futbolista superior técnicamente, exquisito en conducción y definición. Quizá algo frío, característica que se asocia a los jugadores altamente técnicos. Hatem tenía una zurda tan afilada como una cuchilla. Llamaba la atención por suficiencia. Tanto, que el Real Madrid comenzó a seguirle de cerca. Pero era muy disperso. Karim, su compañero en la cantera del Lyon, suplente en algunos partidos de la joven selección francesa, parecía más centrado en su irresistible ascensión al primer equipo. Creó su propio hábitat en la superficie cercana al área rival y fue despachando a todo aquel goleador que reclutaban del extranjero. Tenía un porte exquisito para transportar la pelota; mirada y pulso fríos para precisar soluciones como quien respira. Naturalidad desbordante. Partía en desventaja, pero el presente le coloca en una instancia superior. Por goles, por juego, por pura influencia. Acaricia el verde como la seda.
Samir es el más centrocampista de todos. Dio el salto a la Premier League en sus primeros días como profesional, como tantos jóvenes que buscan fortuna de la formación a la francesa. Él tenía un seguro de vida; al amparo de un técnico que cree a pies juntillas en los jóvenes: Arsène Wenger. Y creció. Maduró con futbolistas de perfil dinámico que facilitaron su crecimiento. Pero la selección absoluta era otra cuestión. Ni él, ni Hatem, ni Karim, ni mucho menos Jérémy, terminaban por cuajar en el escalafón superior. Ninguno de ellos acudió al Mundial de Sudáfrica, víctimas de su irregularidad y poco peso específico en la formación del gallo. Todavía prevalecía el corte físico de sus componentes. Hasta que llegó Laurent Blanc.
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Un día me contaba Jan Urban que la generación de oro del fútbol polaco reforzó la autoestima de un país dolorido por las sucesivas invasiones y sujeto como pocos a un catolicismo inquebrantable. Campeones Olímpicos en Munich’72 y terceros en la Copa del Mundo de Alemania’74. Junto a Holanda, la selección más agradable del campeonato. Un regalo para la vista. Fueron como la Hungría del 54: amor a primera vista por aclamación popular, pero sin corona.
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El Deportivo fue un equipo bien engarzado, veterano, con mucha sabiduría para resolver los incovenientes y marcar la diferencia. Resurgió Juan Carlos Valerón, el genio de la lámpara. El futbolista más rápido de Segunda, porque ve cosas que los demás ni siquiera imaginan. Si alguien tuviera un don parecido, él lo superaría, por talento natural. El reloj de Arguineguín sigue marcando los cuartos de hora con la misma vigencia de siempre. Andrés Guardado fue un desestabilizador permanente, comprometido con la causa deportivista aun sabiendo que la temporada que viene no iba a estar. Jugará en el Valencia el mexicano. El año de Segunda vimos la mejor versión del zurdo con tirabuzones de oro. El portugués Bruno Gama fue un estilete en el otro costado. Un gran acierto su incorporación, por juego, goles e influencia en el despliegue. Tantos bien repartidos, en un equipo equilibrado, con buenos mimbres, de superficie a superficie. Dani Aranzubia, guardameta de jerarquía; Lassad, Riki y Xisco (providencial en las dos jornadas definitivas): señores del gol.
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Por Burdeos han pasado grandes futbolistas. Algunos, legendarios. Centrocampistas divinos. De corte y confección. Recordamos al inmenso Jean Tigana, con pulmones como máquinas a todo gas y sus patas de alambre. Cómo no, al hombre que tenía a su vera: Alain Giresse, el pequeño maestro. Hubo un salto apreciable en el tiempo hasta que llegó el futbolista que iba a marcar el final de los noventa y el inicio del nuevo siglo: Zinedine Zidane. En el antiguo Parc Lescure dejó huella de lo que más tarde sería: un dechado de virtudes al servicio del colectivo.
Cuando los dirigentes del Girondins fueron a buscar a Yoann Gourcuff nunca pensaron que iba a crear un impacto tan grande en el juego del conjunto marine et blanc. El último gran trazo de calidad lo dejaron Johan Micoud y Ali Benarbia, en la época post-Zidane. Se estilan este tipo de medios creativos y diferentes en Burdeos, y con Gourcuff encontraron la piedra filosofal del futuro equipo campeón.
La temporada del campeonato comandó la ofensiva del equipo con brillantez y mucha pulcritud. Engarzaba el juego de ataque con mucha elegancia y diligencia. Era el encargado de lanzar las jugadas de estrategia: un diamante para su entrenador, Laurent Blanc. Apenas tenía 22 años.
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Napoli, Benfica y FC Barcelona se habían sentido superiores en sus enfrentamientos ante el equipo inglés. André Villas-Boas no pudo plasmar con resultados el progresivo cambio de ciclo que se había planteado tras su lustroso fichaje del Oporto. La marcha del equipo en la Premier League era errática. Juan Mata era la única noticia salvable en un grupo desorientado ante la paulatina pérdida de protagonismo de algunos ilustres, junto a la poca productividad de la savia nueva. La desconcertante trayectoria de Fernando Torres, el fichaje más caro en la historia del club, daba forma al desencanto general. Hasta que llegó el final de Villas-Boas. El técnico luso quedó sepultado deportivamente bajo los alaridos del Vesubio.
Ya con Roberto Di Matteo (antiguo medio centro) al comando de las operaciones, la vieja guardia volvió a juntar todas sus piezas sobre el campo, y con el reestablecimiento del antiguo orden empezaron a salir las cosas en las competiciones del KO.
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El próximo domingo se disputa la última jornada del campeonato galo. El melancólico Abbé Deschamps, templo del AJ Auxerre, recibe al Montpellier. Los caminos se cruzan en Borgoña. Se va un club familiar, con una historia de fábula; y, otro, de parecidas características, puede proclamarse campeón de Liga por primera vez en su historia. El Montpellier necesita un punto para asegurarse el campeonato. Un hito. El PSG, último capricho de los qatarís, tiene todas las papeletas para hincar la rodilla ante el último soplo de aire fresco en el fútbol francés.
Lo del Auxerre es otra cosa. Un sentimiento de pena embarga al balompié galo desde que el pasado domingo perdiera la categoría. Porque no se trata de un equipo más. Nació por iniciativa de un monje (el estadio lleva su nombre), para que los jóvenes se educaran a través del deporte; y su irresistible ascensión se produjo por obra y gracia de un entrenador irrepetible: Guy Roux. Tomó el mando del equipo en 1961, en División de Honor (categoría regional). Su destreza y sabiduría le permitieron coleccionar una serie de futbolistas ilustres que otros no acertaron a detectar. Fue poco a poco. Hasta que llegó a la máxima categoría en 1980. Guy Roux era una especie de flautista de Hamelin, capaz de atraer a jóvenes talentos de toda Francia.
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Otro vizcaíno entrañable estuvo cerca de levantar aquella copa. Antonio Karmona. El gran capitán del Deportivo Alavés. Lágrimas por un sueño truncado de forma cruel en una final épica. Lágrimas de competidores gloriosos: Karmona, Desio, Contra… Tributo a una trayectoria conmovedora con epitafio brutal. Pero el Deportivo Alavés tuvo el consuelo del fútbol. Unánime. Como dirían en la Bombonera, el Westfallenstadion de Dortmund no tembló aquel día, latió al son de las emociones extremas. Liverpool 5 – Alavés 4. Imborrable.
El capitán de aquel equipo puede cobrarse mañana una cuenta pendiente. Ahora trabaja de manera meticulosa para el Athletic, formando parte del grupo de colaboradores de Marcelo Bielsa. Quizá recupere la camiseta que diseñó especialmente para la final de Dortmund. Una manera de recordar aquella hazaña. Desde San Siro hasta el infierno de Betzenberg.
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