Las nubes van de corrido, a toda prisa. Los paraguas se agolpan en las tribunas ávidas de victoria. De salida un zumbido suena de forma coral: “Pio-pio, pio-pio…”. Federico Piovaccari desata la lluvia de goles y flotan los paraguas en Ipurua. Las nubes marchan a toda velocidad.
El chiquillo mira a su madre bajo el aguacero y le pregunta a ver cuántos van. Ella le muestra la palma de la mano: “Cinco, 5-2”, le dice. El chaval ha perdido la cuenta en pleno carrusel. El marcador es concluyente, histórico para un equipo que estrena máxima categoría. Y lo hace sin cambiar de renglón.
La SD Eibar sigue escribiendo su historia con buena letra, sin arabescos ni estridencias. El fútbol se vive con normalidad en Ipurua, como siempre. Sólo ha cambiado la dificultad de los rivales; de puertas adentro, la vida sigue igual. El aroma sobre el terreno de juego es inconfundible; la misma fragancia del equipo que hace dos años se afanaba por romper una larga racha sin ganar en 2ª B. El despliegue para lograr aquella agónica victoria ante el Noja se refleja en el sobresaliente triunfo contra el Almería. Han transcurrido dos años, sólo un par de años. Y dos categorías después todo sigue siendo reconocible sobre el césped. Seis de los futbolistas que participaron aquel día repiten en el triunfo más amplio del conjunto azulgrana hasta la fecha en Primera División.
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La sucesión de Alex Ferguson en el Manchester United fue traumática para David Moyes. Apenas duró unos meses en el cargo el hombre recomendado por el propio Sir Alex. En otro tiempo, Moyes aún seguiría comandando la nave de Old Trafford, como ocurrió en los inicios de Ferguson, cuando no llegaban los éxitos. Pero a los principales clubes ingleses llegaron un buen día magnates ajenos al fútbol que demuestran no tener tiempo para la reflexión. Buscan resultados, y la historia reciente del United fue como una losa en la corta trayectoria de David Moyes.
Los escoceses presumen de haber enseñado a jugar al fútbol a los ingleses. Matt Busby, Bill Shankly y Alex Ferguson nacieron en Escocia. Ellos han marcado la época gloriosa de las dos instituciones más grandes del fútbol inglés: el Manchester United y el Liverpool FC.
David Moyes también es escocés, de Glasgow. Asomó en la Premier League en los albores del nuevo siglo tras realizar una gran labor en las categorías menores del fútbol insular. El Everton vivía tiempos difíciles tras la gloriosa década de los ochenta, donde los toffees acumularon gloria en lucha enconada con sus vecinos del Merseyside, de la mano del entrañable Howard Kendall. Aquel equipo era El Ballet Azul.
“Vengo al equipo del pueblo”, manifestó Moyes el día de su presentación en Goodison Park. Así arrancaron once temporadas que han marcado su carrera. Porque David Moyes se granjeó su prestigio como entrenador en el banquillo del Everton, con plantillas que fueron evolucionando. Pero siempre con un denominador común: el alto ritmo de juego.
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El juego no fluye a orillas del Urumea. Se ha deteriorado por momentos y los resultados lo atestiguan. El día del Getafe el sentimiento en Anoeta era de que algo se había roto, pero sobre las cenizas de una derrota inexplicable, por cómo se produjo, intentaron reconstruir la esperanza en casa del colista, pero en Córdoba tampoco. La puesta en escena sólo dio para rascar un punto ante un rival con escasos recursos.
La semana posterior resultó desconcertante, con un torrente de comentarios en torno a la figura del entrenador, que seguía en el cargo en medio del “periodo de maduración” sobre las posibles decisiones a tomar por parte del Consejo. Y por el camino comenzaron a asomar nombres de otros entrenadores. Nombres tan diversos como el estilo que defienden.
“¿Qué le pasa a la Real?” Se oye en la calle. El juego habla por ella. Se ha ido deformando en el tiempo y los números van de la mano. Las razones pueden ser múltiples, desde la cabeza a los pies, y todo ello se refleja en el terreno de juego.
Se habla de la derrota en Krasnodar como detonante del problema: el bloqueo psicológico tras un golpe inesperado. Aquel día la Real se aferró a la renta mínima del partido de ida hasta que se vio obligada a reaccionar. Sufrió lo que no está en los escritos a balón parado (mal endémico), y fue incapaz de generar juego. Se rasgaron las vestiduras por la eliminación en la previa de la Europa League de un equipo con renovadas aspiraciones continentales. Pero el juego transitaba por otros derroteros.
En Zubieta se produjo una reflexión al final de la pasada temporada sobre la cantidad de goles encajados durante el campeonato: 55 en 38 partidos (sólo siete equipos recibieron más tantos). La Real concedía más de la cuenta. En el otro lado de la balanza, había anotado 62 goles, siendo el sexto mejor realizador del torneo. El desequilibrio era palpable. La herencia del 1-4-3-3 pasó a mejor vida para intentar buscar otro tipo de equilibrio, con un futbolista más en mediocampo y una figura geométrica que comenzó a hacerse popular: el rombo. Pero las interacciones sobre el campo, lo sustancial, más allá de los dibujos, no emiten señales positivas, lo que termina penalizando al juego.
En vísperas del partido ante el Córdoba, Jagoba Arrasate ponía el foco sobre una de las causas del problema: “Cuando hemos sido capaces de atacar bien el equipo ha sufrido menos defensivamente”. Una frase que alcanza al colectivo. La Real viene siendo un equipo largo que se parte por la mitad porque no avanza junto. El conjunto txuri-urdin multiplica centros al área sin conseguir que el delantero centro pueda rematar en situación ventajosa. Si se produce pérdida del balón, el rival encuentra muchos resquicios para contragolpear, porque el ataque realista no se ha desarrollado de forma ordenada, y los jugadores más avanzados, en muchos casos, tienden a descolgarse. La acción se convierte en una carrera hacia atrás donde los mediocentros se erigen en diques solitarios y sufren sin la ayuda de los hombres más adelantados.
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A Prince le gustaría algún día alcanzar las cotas deportivas de Mongongu, jugar en su equipo del alma, el TP Mazembe, ser internacional y dar el salto a Europa. Al igual que Glody, centrocampista de altura. Él idolatra a Yaya Toure, un futbolista que comenzó como ellos: “por el placer de jugar”, apostilla el maestro Régis.
Régis Laguesse es un antiguo futbolista francés que destacó en el Angers de la buena época, de cuando deleitaban al aficionado con fútbol de altos vuelos. “Teníamos en el equipo a Jean-Marc Guilllou, un auténtico fenómeno. De lo mejor que había entonces. Era muy técnico, rápido…”. Guillou hizo carrera como internacional y jugó al lado de Michel Platini en la selección francesa que disputó el Mundial de Argentina’78. “Es un visionario. Un entrenador único a nivel formativo. Es muy estrico y eso le ha acarreado problemas con sus responsables. Tiene un concepto del fútbol muy definido y no hay quien lo mueva”, añade su amigo y antiguo socio.
Guillou y Laguesse se embarcaron hace unos años en una aventura que resultó muy exitosa en Costa de Marfil. Impulsaron la academia Mimosifcom en Abidjan, capital de Costa de Marfil, con el objetivo de formar futbolistas a partir de un método educativo ideado por Jean-Marc Guillou. El fútbol era el motor de la idea, pero se trataba de algo más, de algo con un trasfondo social: dar salida a través del deporte a los jóvenes y dotarles de recursos para poder desarrollarse como personas. El resultado dejó atónito al planeta futbolístico. Los primeros sorprendidos fueron los marfileños; luego, la obra tendría una gran repercusión fuera de África. Porque los cimientos de la futura selección de Costa de Marfil se construyeron en la academia de Guillou y Laguesse. Hablamos de futbolistas como Kolo y Yaya Toure, Eboué, Boka, Zokora, Romaric, Gervinho, Bonaventure y Salomon Kalou, Dindane, Ya Konan…
El fuerte carácter de Guillou y sus discrepancias con los responsables del club ASEC Abidjan desembocaron en la marcha de los dos hombres que consolidaron el prestigio de la academia y alumbraron a una generación excepcional. Guillou y Laguesse se marcharon a Bélgica, para hacerse cargo del Beveren, un histórico en bancarrota. Les siguieron muchos de los futbolistas que ellos formaron en la academia de Abidjan, para formar un equipo con abrumadora mayoría de futbolistas marfileños en la Jupiler League, situación que provocó el enfado del club africano. “Guillou es nuestro padre espiritual”, llegaría a decir años más tarde el defensa Kolo Toure, consolidado como un jugador importante en la Premier League. Hubo quien les acusó de mercadeo. Pero, más allá de polémicas y pleitos, la experiencia resultó muy curiosa. Ya en Europa, aquellos jóvenes futbolistas se encontraban ante los ojos de emisarios enviados por los clubes más ilustres del Viejo Continente. Yaya Toure era el futbolista más solicitado. Lo quería Arsène Wenger (amigo personal de Guillou y Laguesse) para el Arsenal, pero el menor de los hermanos Toure no podía conseguir el permiso de trabajo requerido para jugar en la Premier League al no cumplir con el mínimo de partidos internacionales exigidos por la competición. El futbolista terminaría marchándose a Ucrania. Allí le esperaba una oferta del Metallurg Donetsk. Y poco a poco iría creciendo, desde Olympiakos, pasando por el Monaco, FC Barcelona, hasta llegar al Manchester City. “Yaya Toure consiguió ganar la Champions con el Barcelona, pero mi mayor satisfacción como educador es verle convertido en embajador de UNICEF para África. Recuerdo cuando lo fuimos a buscar. Era flacucho, muy tímido, hablaba poco. El esfuerzo y su dedicación le han llevado a ser un ejemplo”... Incidía en ello Régis Laguesse el otro día ante sus pupilos Prince y Glody mientras clavaban su mirada en las montañas que les abrumaban por su belleza. Ello ocurría en un rincón de Euskal Herria, a miles de kilómetros de su casa.
Prince Kasongo (15 años) y Glody Likonza (16 años) son alumnos de la academia Katumbi de Lubumbashi, en la RD del Congo. Una ciudad que se encuentra al sureste del país, en la frontera con Zambia. Prince y Glody pertenecen a la segunda generación de la escuela formativa del TP Mazembe, el equipo más importante del país y uno de los más prestigiosos de África: campeón en varias ocasiones de la Champions africana, y el único equipo del continente en alcanzar la final del Mundial de clubes, en 2010 ante el Inter de Milán. El presidente del club (un acaudalado empresario congoleño) y gobernador de la provincia de Katanga, Moïse Katumbi, es quien da nombre a la incipiente academia. Régis Laguesse se hizo cargo de la misma hace dos años y trabaja con la metodología de su maestro, Jean-Marc Guillou. “La idea es crear algo parecido a lo que hicimos en Costa de Marfil. Estamos en otro país muy complejo. Es muy frustrante ver cómo vive la gente siendo uno de los lugares más ricos del mundo en recursos naturales. La educación es primordial para que los chicos sepan valorar el esfuerzo y aprendan a desenvolverse ante las situaciones que les vaya planteando la vida. En la puerta de la academia figura una frase de Nelson Mandela: “La educación es el derecho y el futuro de la juventud”.
Régis, además de director de la academia y entrenador-educador, imparte clases de geografía a los alumnos de la Katumbi Football Academy. Hace varios meses planteó una idea al presidente del club para incentivar a los jóvenes futbolistas y completar su formación: se trataba de elegir a dos de los alumnos, en función de los méritos contraídos, para realizar un viaje por Europa. Pero no sería un viaje cualquiera. Planteaba una especie de peregrinación para inculcar los valores del esfuerzo y la voluntad a la hora de hacer frente a los retos de la vida, y del propio deporte. El proyecto consistía en completar una ruta de 1200 kilómetros a pie desde Angers (Loira francesa) a Madrid, con final de trayecto en el Santiago Bernabéu.
El pasado mes de mayo presentaron la idea a los alumnos de la academia, con el itinerario detallado por etapas. El reto consistía en caminar 30-40 kilómetros diarios con un coche de apoyo que se encargaría de la logística: comida, utensilios de acampada, ropa, etc. Y llego la hora de la elección: cuando Prince y Glody escucharon sus nombres se pusieron de pie ante los aplausos de sus compañeros. Ellos fueron los elegidos, pero era el espíritu de la academia quien se embarcaría en la aventura. Todos estaban identificados con este proyecto, y otros que se pondrán en marcha en los próximos meses: como ascender al Mont Blanc o Kilimanjaro con otros alumnos. “África me ha enseñado muchas cosas. Valoro su fortaleza, la riqueza de su vida interior”, remarca el responsable de la academia Katumbi.
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Algunos cromos parecían confiscados. Eran tan difíciles de encontrar que posiblemente no existieran. Otros se presentaban retocados, con los colores de su nueva indumentaria pintados sobre el original: una suerte de “último fichaje” a la carrera. Podían haber pasado días desde el cambio de elástica, pero aquello no dejaba de ser una faena, puesto que quedaba lejos todavía la irrupción de las nuevas tecnologías.
Entonces, no siempre ganaban los mismos. Los partidos se escuchaban por la radio de forma conjunta y para las siete de la tarde del domingo la quiniela estaba completa. La Liga podía terminar en abril, y ganar la Copa de la UEFA era casi más difícil que levantar la Copa de Europa. Todo así de simple.
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Todo el mundo ponía el foco del favoritismo sobre las dos grandes selecciones sudamericanas. No por su excelencia como equipo; más bien por pedigrí, escenario, y por contar en sus filas con dos futbolistas de excepción. Brasil juega en casa; Argentina no se siente extraña en el hogar del vecino. La albiceleste juega al lado de su morada y nada de lo que le rodea le resulta extraño ni ajeno. Está en su salsa. Con la motivación extra de poder arrebatarle la Copa a su gran rival en su palacio de Maracaná. Pero, brasileños y argentinos no las tienen todas consigo. No transmiten confianza. Colectivamente no emiten vibraciones convincentes, porque son ecosistemas a merced de dos futbolistas distinguidos: Neymar y Messi.
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Dos seleccionadores se cobró el motín de los futbolistas en la anterior Copa del Mundo. Raymond Domenech salió disparado por los acontecimientos, y Laurent Blanc, dos años después, en la Eurocopa de Ucrania y Polonia no pudo cambiar la atmósfera de pesar que provocó aquel desaguisado.
Hubo estupendos futbolistas, como Jérémy Toulalan, que se quedaron en el camino. Blanc decidió apostar por la generación de 1987, con Karim Benzema a la cabeza, una hornada de calidad pero difícil. Samir Nasri, Hatem Ben Arfa y Jérémy Ménez comprometieron su carrera en la selección por culpa de un comportamiento reiteradamente inadecuado. Tras la eliminación de la Euro, Francia volvió a caer en la melancolía. Y su reputación quedó peor parada con aquel episodio de los internacionales sub’21 que se escaparon de Le Havre a Paris pocos días antes de disputar un partido decisivo en Noruega. Aquello también dejó futbolistas malparados. El peor, Yann M’Vila, mediocentro titular en la anterior Eurocopa, que terminó refugiándose en la liga rusa. Sólo Antoine Griezmann consiguió revertir una situación compleja, con grandes actuaciones en la Real que le han abierto las puertas de la selección absoluta.
Francia necesitaba algo más que aire fresco. Precisaba un golpe de efecto moral, recuperar el espíritu de EQUIPO que le llevó a ganar el Mundial de 1998, contra viento y marea. Porque entonces tampoco lo tuvo fácil. Fue un proceso largo y delicado.
Pocas noches tan nefastas para el fútbol francés como aquella gélida de noviembre en el Parque de los Príncipes de París. Los bleus tenían el billete para el Mundial de EEUU en la mano. Les valía el empate ante Bulgaria. Para ser precisos, con un punto ante Israel y Bulgaria como local les bastaba. Pero los galos perdieron ambos partidos. El definitivo en la última jugada del partido: Emil Kostadinov decapitó a una generación de futbolistas. Eric Cantona, David Ginola y Jean-Pierre Papin quedaron marcados en el proceso. Tres futbolistas con un tremendo peso en el fútbol francés.
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Con su 34 de pie y longilínea figura, llenaba los ojos y corazones de la gente a base de pase, conducción y poderosa llegada al área. Acariciaba la pelota con la misma sensibilidad que trataba a l@s niñ@s necesitados en su consulta de pediatría. La pelota era el toque místico de una personalidad deslumbrante que entendía la vida de otra manera. No podía ser que alguien coartara la libertad de decisión, impusiera la injusticia y alimentara la desigualdad.
Full StoryLas imágenes se veían oscuras, los archivos mantienen intacta la atmósfera que entraba en casa por el televisor. Al principio eran fragmentos en blanco y negro. Las gradas eran marciales. Tan sobrias que sobrecogían por la distancia. La diferencia horaria también hacía diferentes aquellos partidos de la vieja Copa de Europa, la antigua Recopa, o tan prestigiosa Copa de la UEFA.
Tbilisi era una de las grandes capitales europeas del fútbol. Al otro lado del telón, los partidos del Dinamo eran misterio. El nombre del equipo cuando menos intrigaba: Dinamo Tbilisi. Era la época donde la selección de la Unión Soviética estaba repleta de figuras ucranianas y georgianas.
En la temporada 1980/81 la Recopa nos ofreció una final insólita: Dinamo Tbilisi vs Carl Zeiss Jena. Se trataba de un torneo que juntaba a los campeones de Copa de los diferentes países europeos. Competían equipos de diversa procedencia y condición. Te podía venir el Dinamo de Minsk bielorruso y pintarte la cara. Si no era Kondratiev, podía ser Aleinikov, aquel centrocampista bigotudo que terminó firmando por la Juventus, quien te dejara fuera.
Recuerdos imborrables de aquel Dymano de Kiev excelso, campeón de la Recopa a mediados de los setenta; pero, sobre todo, victorioso en Gerland ante el Atlético de Madrid, en la misma competición, una década después. Demianenko. ¡Qué delicia!
Jugaba el Dinamo Tbilisi una fría noche, oscura y gris como el escenario, con la enorme pantalla luminosa al fondo que anunciaba la presencia de un equipo insular, simpático: el Bastia. Roger Milla era el bastión de la delantera corsa, equipo que tres años antes había disputado la final de la Copa de la UEFA ante el PSV Eindhoven de los hermanos Van der Kerkhov. Pero ese día, sobre el vetusto estadio de la capital de Georgia, voló un equipo imperial. El grupo comandado por Chivadze, Kipiani, Daraselia y Shengelia. Los mismos que torpedearon en la final de la Coupe des Coupes al Carl Zeiss Jena alemán, en Düsseldorf. Un cuarteto de lujo. Columna vertebral de una formación grande de verdad.
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El fútbol es sentimiento, sensación, pura competición. Extrañamente flotaba en el ambiente un atisbo de goleada a favor. Algo inusual tratándose del calibre del rival, por muy mal que estuviera deportiva e institucionalmente. Y curioso: Luis Aragonés era el entrenador de aquel equipo. Esa temporada había recuperado a una figura de talla mundial sobre el campo, un centrocampista como pocos, que se pasó un año postrado en la grada por un acto de deserción. Bernd Schuster había sido sustituído dos años antes en la final de la Copa de Europa ante el Steaua de Bucarest en Sevilla, y sin esperar a la resolución de tamaño choque, se duchó y puso tierra de por medio. El FC Barcelona pereció en la tanda de penaltis, a pesar de la lúcida actuación de Urruti. Pero al otro lado del campo, en el equipo de elástica blanca, jugaba un gigante llamado Ducadam. Schuster se pasó en blanco la siguiente temporada, pero aún le quedaba una más como blaugrana sobre el césped, antes de retomar de forma activa el color inmaculado.
La temporada 1987/88 fue terrible para el Barça, una de las más volcánicas que se recuerdan. Las gradas del Camp Nou fueron menguando en entusiasmo. Había un gran malestar y el desencanto se adueñó de las gentes. Pero Schuster ya no estaba en un rincón. Volvió al corazón del juego y eso ya era bastante.
A finales de 1987 visitó Atotxa un sábado por la noche el conjunto blaugrana en pleno frenesí txuri-urdin. Las dudas que podía generar el FC Barcelona eran inversamente proporcionales a la confianza y fe ciega que albergaba la Real, en lucha directa por el campeonato liguero, con el dispositivo que pusieron en práctica por aquellos tiempos John Benjamin Toshack, en la propia Real, y el chileno Vicente Cantatore en el Real Valladolid: un líbero y dos centrales en el fondo, con laterales de largo alcance. La Real había perdido esa temporada a López Ufarte, pero estaba Begiristain, junto a José Mari Bakero, López Rekarte y Loren. Era la savia nueva, que entroncaba con los últimos fogonazos de dos mitos: Arconada y Zamora.
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